2 feb 2012

 “SOY LA MUJER QUE MÁS AMÓ, 
Y ME AMARON”
(Por Esperanza Palacio Molina - El Colombiano - 2002)
Con sus manos, en un ademán de timidez, se cubrió la boca, pero con los ojos bien abiertos y la voz tan firme como se lo permiten sus 94 años, Débora confesó su amor. “Soy la mujer que con más sinceridad amó y me amaron”.
Y siguió, con la misma valentía y el arrojo que tuvo cuando pintó sus cuadros más desgarradores y críticos: “No tuve oportunidad de hacer intimidad, pero sí nos amamos, siempre. Él estará en mi corazón cada día, porque ese amor nunca se terminó”.
La fragilidad se la ponen los años, la picardía se la da la experiencia y la sonrisa velada es el producto de una confesión que nunca había hecho y que ni siquiera pensó, sino que la dejó fluir cuando la pregunta le llegó de sopetón. ¿Alguna vez estuvo enamorada, alguna vez tuvo novio?
Entonces ahí surgió el encanto de su relato con una frase definitiva, “fue mi primero y único amor”. Las chispas de sus ojos iluminaron la habitación, que es como una especie de vestíbulo, de esos que tenían las casas antiguas, algo así como un zaguán entre la puerta de la calle y la del patio principal.
También se iluminaron los muebles, los cuadros y retratos que hay regados por la pared, y se sonrojó Cecilia su sobrina, “porque ella nunca le había contado a nadie eso, aquí en la casa tal vez, pero a la gente de la calle, nunca, ese era un secreto”. Y miró a Débora con una ceja levantada tratando de adivinar si su tía sabía lo que decía.
Y claro que sabía. Su amor de siempre estaba ahí, la envolvía en cuerpo y alma. El tiempo le devolvió la imagen de aquel muchacho que la quiso más que nadie. Fue como regresar a Riosucio a la finca de Tula Giraldo, donde había ido a temperar siendo apenas una niña, allá donde él y ella supieron que estarían unidos, aunque estuvieran separados.
“Yo me fui tres años para Inglaterra y cuando vine, mamá como que no estaba muy a gusto con él. Por eso no tuve oportunidad de hacer intimidad. Sí nos amamos, siempre, siempre”, repasa Débora y sostiene la mirada para confirmar.
Lo de Riosucio fue el flechazo que duró hasta hoy. Y aunque ese amor nunca pasó de ahí ni tuvo piel, se quedó instalado en su corazón y su alma hasta hoy, a los 94 años, cuando puede confesarlo sin asomo de vergüenza. Era un secreto, ya no. “Soy la mujer que con más sinceridad amó y me amaron”, repite, para que no queden dudas.
Pequeña y dulce
Débora se nota frágil, y aunque la memoria le juega malas pasadas y le pone nubes a su lucidez, no pierde el sentido de lo que han sido sus 94 años.
Por ejemplo, recuerda con picardía que le gustaba ir a la misa de 12:00 “porque a esa era a la que iba más gente. Yo llegaba a caballo, montada de mujer, no de hombre, y los muchachos se paraban a ayudarme a bajar del animal”.
Eran apenas los primeros años del Siglo XX y Débora, niña todavía, aprendía de su tía María Francisca que podía embellecer sus mejillas pintándolas con los trocitos de papel globo rojo que ella tenía escondidos. “Quedábamos con los cachetes colorados”, se acuerda.
En aquella época, ya sabía que amaba la pintura, que le gustaba el barro, que tenía por dentro bichito de rebeldía, ese que la puso a pintar para contar el dolor y la violencia, para revolucionar un ciudad y un país que no entendía de mujeres desnudas.
“Por eso, la Liga de las Señoras de la Decencia me criticaban, porque yo pintaba desnudos, montaba a caballo y usaba pantalones”, afirma muy seria. Fueron ellas las que le llevaron el chisme al obispo “pero a mi no me importaba la sociedad”.
Ahora le molestan e importan otras cosas, por ejemplo, que necesita ayuda para caminar, que ya no puede ir a donde se le antoje, como cuando recorría el mundo para verlo y pintarlo tal cual. “Lo único que hago es que veo televisión hasta que se pone aburridora. Lo que me hace falta es salir a curiosiar, pero vea, estoy casi inválida”, refunfuña.
El refugio
Casablanca, allí donde ha vivido toda su vida, tiene regada en cada rincón los sentimientos de Débora. Hay una mujer desnuda con los senos largos y flácidos que le llegan hasta la cintura, un San Francisco escuálido y feroz que es como una sombra que asoma en la habitación donde el sol habita poco. O la otra mujer desnuda tendida en un sofá. Y también una bañista solitaria que adorna el baño y llena apenas un pequeño baldosín, pero que brilla y pone en ese cuarto íntimo el toque deboriano.
Sus obras, las pocas que aún quedan en la casa, son parte del mobiliario, como el comedor adornado con una vajilla pintada por ella. Y los sapos que cuidan la fuente del patio o las serpientes amarillas que adornan el guardaescobas del corredor principal y que los pintó mientras cuidaba la enfermedad de su madre.
La sala, con las cortinas y ventanas sin abrir, es una galería perfecta. Los cuadros cuelgan desde el techo y se roban la atención. Pero ella por allá va poco, prefiere el mueble frente al patio, de allí divisa bien y deja volar la imaginación, como cuando pintaba.
Allí, parece débil, pero esa aparente debilidad que le da la vejez no oculta que pintó dolor y violencia. Sus manos son el espejo, como su rostro, donde se le ven los 94 años de hoy. Ya no tienen la fortaleza de aquellos tiempos cuando la rebeldía la obligó a pintar lo que le gustaba, y también a esconder su obra durante más de 30 años para no dar explicaciones, para no rendir cuentas, para hacer lo que quería.
Por eso, viéndola allí, frente al patio, lejana, surgió la pregunta: ¿Y Si Débora tuviera que pintar el país de hoy, cómo lo pintaría? Y entonces lo pintó: “Destruido. La gente matándose”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario