23 jun 2012

EL ARRIERO DE 
ANTIOQUIA
Es lunes por la mañana, apenas va amaneciendo, en el naranjo del patio ya chillan los azulejos. Sentado sobre una enjalma que está doblada en el suelo, aguarda con impaciencia su desayuno el arriero. Juana, su mujer, le trae chocolate en coco negro, con una arepa redonda y una tajada de queso. Muerde, masca, sorbe, traga y sopla y sigue sorbiendo, y con el último sorbo le dice a Juana “Hasta luego”. Enciende un grueso tabaco y, ya de la casa lejos, con los dedos en la boca silba llamando a su perro. El blanco cachorro cruza por los sembrados del huerto, y, ágil salvando las cercas, corre del silbo al acento. Chupa, y bocanadas de humo se lleva al pasar el viento; blanca ceniza corona la luz del oculto fuego. - Caramba, Rita, qué ojitos! - Caramba, qué zalamero! Saludes en la montaña a las muchachas de Pedro. Regando rayos de oro asoma el sol tras el cerro, como amarilla custodia que se alza en oscuro templo. Alegre, cantando monos, sigue su marcha el arriero, camino de la quebrada que queda abajo del pueblo. Rita que canta aporreando su ropa en el lavadero, oye sonar las albarcas del otro lado del cerco. Deja de lavar y fija sus ojos en el mancebo, y, “présteme la candela”, dice del agua saliendo. Chupa el arriero el tabaco y al ver que no tiene fuego, de su carriel va sacando eslabón, piedra y yesquero. Suena el eslabón rozando de la piedra el filo terso, rápidas chispas encienden la negra yesca de lienzo. Y al sol brillando sus trenzas, y al sol sus dos ojos negros, con su dengoso donaire vuelve Rita al lavadero. Y alegre, cantando monos sigue su marcha el arriero, camino de la quebrada que queda abajo del pueblo.
Epifanio Mejía

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