RODRIGO ARENAS BETANCOURT
AUTOBIOGRAFÍA
(fragmento)
Escultor de fama continental; humanista y escritor. Además de Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte (Ensayo autobiográfico), el maestro Arenas Betancourt publicó Los pasos del condenado (Bogotá, 1988) y Memorias de Lázaro, Instituto Caro y Cuervo (Bogotá, 1994), prólogo de Vicente Pérez Silva; obras, estas últimas, que contienen conmovedoras revelaciones del secuestro padecido por su autor entre el 18 de octubre de 1987 y el 22 de enero de 1988; al igual que hondas reflexiones sobre el amor, el arte y la muerte.(fragmento)
Retrato de mi pueblo y de mi madre:
Nací en el cerro del Uvital, al norte de Fredonia, en el suroeste de Antioquia, el 24 de octubre de 1919, como primogénito de una de esas ejemplares, irracionales, religiosas y prolíficas familias antioqueñas. El Uvital es un cerro de formación geográfica agresiva, como todo Fredonia, igual que Antioquia. La vida allí es penosa y miserable porque la tierra está negada para la agricultura. No se consigue nada para comer. La tierra está repartida entre pocos propietarios que no siembran sino café en unas partes y en otras dejan pastar sus ganados. Todos trabajábamos con ellos, en sus fincas, como peones, por unos salarios misérrimos. En aquel lugar la naturaleza es bella, armoniosa, solemne y de una luminosidad cegadora. El espectáculo conmueve y a simple vista la vida parece que también es bella y tranquila; pero el hombre no tiene capacidad física o espiritual para superarse y gozar de aquel espectáculo. En ninguna otra parte el contraste entre la miseria, el abandono y el desamparo del hombre y la belleza y la amplitud del paisaje es más dramático y cruel que en estas regiones ecuatoriales. La miseria es telúrica, geológica, del génesis y no es la miseria social de las grandes ciudades, de los países evolucionados. Esta es una miseria sin redención, el drama del hombre que implora su postración de siglos ante divinidades crueles e indiferentes y ante una civilización estulta, regida por el dinero y el egoísmo.
Los domingos, mi madre nos decía: "¡Vámonos al filo a divisar!". En esta expresión tan sencilla está contenida la voluntad psicológica del antioqueño y está ya, configurado, todo mi mundo interior. Sentados en el filo, allá, en la parte más alta del Uvital, las horas transcurrían silenciosas y tranquilas. La vista se perdía en azules distancias infinitas. El corazón soñaba. Al frente de nosotros el "Cerro Bravo" de un azul profundo, cubierto de neblina, un poco más atrás, como un remedo del "Cerro Bravo" el "Cerro Tusa" y allá, al fondo, las crestas de la cordillera Andina. Al lado del "Cerro Bravo", Combia, con su cruz, abierta contra el cielo, Cristo Rey aún no estaba. Al pie de Combia, el pueblo, el reguero de casas rojas, como una alegoría de pesebre navideño. En el extremo izquierdo, las hondonadas del Cauca y, en el extremo derecho, los cerros donde están Titiribí, Armenia de la Mantequilla, Angelópolis, Amagá, El Pedrero. Desde entonces, una recóndita saudade, una misteriosa nostalgia me acongoja y carcome, y una sed insaciable de remotos horizontes me taladra el corazón. Nostalgia y saudade congénitas, consubstanciales al existir, principio y fin de los primeros actos así como de la creación y los viajes en los años maduros.
Hablábamos de muertos y aparecidos, de viejos recuerdos familiares, de lo ingrato de la existencia, de las dificultades para conseguir el pan de cada día en los cafetales y en medio de aquella naturaleza bella, pero cruel y despiadada. Los cerros se teñían de rojo, del rojo del sol de los venados. Las nubes, los arreboles, se hacinaban en tropel en el horizonte y pienso que, desde aquel entonces, mi espíritu estuvo impactado para imitar las nubes, su ingravidez, su frágil profundidad.
La noción de la vida entre mis parientes campesinos es dramática y pesada... vida muy rudimentaria, sin alicientes sociales, culturales o espirituales para gozar de la existencia. Viven sólo para morir. La vida está ensombrecida por la obsesión de la muerte y del castigo eterno. Muchos de mis parientes son todavía analfabetos. Tienen entre ellos éxito los curanderos, los yerbateros, los adivinos, los magos, toda esa laya de explotadores de la ignorancia y de la buena fe. Para ellos la naturaleza, la noche, el agua, el aire, los árboles están poblados de fantasmas, de endriagos, de íncubos o súcubos, de brujas y duendes, aparecidos y espantos. Son animistas y en virtud de ello, todos los seres están poseídos por espíritus del mal. El menor signo: el canto del gallo, el trino del ave, alguna voz en la noche, el ruido del fuego, el tronar de la madera, la fosforescencia de las raíces o la persistencia de algún insecto son señales de desgracia y casi siempre de muerte. Algunos de mis parientes se han convertido en propietarios de grandes extensiones de tierra; pero no han salido de su condición de hombres primitivos, sin idea del alfabeto, de la cultura y de la civilización. Mi padre, por esas intuiciones propias de los seres sensibles, siempre quiso que nos fuéramos de aquel lugar y para ello hizo sacrificios inenarrables.
Mi mundo está visto a través de los ojos azules y límpidos de mi madre que es una mujer campesina, cósmicamente religiosa, de temperamento inflexible y con una resistencia masculina para el trabajo, que se empeñaba en enseñar a leer a los humildes. La noción que tengo del sufrimiento, del llanto, de la angustia, la aprendí de ella, de su inmensa disposición para sufrir la adversidad. Desde entonces, para mí el mundo es, como para ella y por ella un verdadero valle de lágrimas y un congojado peregrinar hacia la muerte. Desde entonces sé, también, que no existe otro consuelo sino el amor, sé que por el amor vivimos, sé que por el amor sufrimos, sé que por el amor el espíritu arde, sé que por el amor estamos ligados a todos los seres y a todas las cosas.
Mi madre está unida a todas mis experiencias de Fredonia. No puedo, no podré nunca, olvidar su imagen cuando en medio de la noche cerrada recorría los caminos de la montaña, llevando en brazos el cuerpo de mi hermana enferma, en busca de las medicinas naturales; la sangre caliente del novillo, las vísceras palpitantes y las plantas aromáticas. En medio de la noche campesina, poblada de espíritus, de arcanas voces, yo sentía morirme de miedo, mi madre estaba imperturbable y tranquila. No he visto una energía mayor acumulada en un cuerpo tan pequeño y frágil.
La imagen de mi madre, en esas noches, es para mí, la representación de la vida en lucha con la muerte. La suprema y bella configuración de la esperanza. Si algo aprendí de mi madre fue la tenacidad, la fe, la seguridad en sí misma. Con estas armas he caminado por el mundo, llevando una hirsuta bandera vegetal y un arisco espíritu que busca reproducir en imágenes la vivencia del "Cerro Bravo".
Mediante esfuerzos sobrehumanos de mi padre fuimos a parar al pueblo. La vida en él era igual de difícil que en el campo. Había entre los desheredados tanta hambre como en el campo. No era aquel el paraíso de la justicia. Los hombres estaban sometidos a tres o cuatro señores del pueblo por medio de deudas, de compadrazgos y de arrendamiento en las fincas y en los almacenes. Los motores sociales fundamentales eran la religión, la política (la violencia), el dinero y el amor. El pueblo empollaba bajo las vigilantes torres de la iglesia. Los hombres tenían poco que hacer y se dedicaban al alcohol, al ocio y a las rameras. Cuando empecé a crecer el pueblo estaba dividido en castas.
Familias "buenas" y "malas". Familias "bien" y ricas, familias "malas" y sin nada que llevarse a la boca. Era, para mí, un espectáculo conmovedor ver los gamonales cargando el palio, tan circunspectos y tan cerca de Dios y del padre eterno. Mi padre hubiera manchado el palio si lo llega a tocar. Yo aceptaba que aquél era un lugar que les pertenecía por designio y disposición carismáticos. Estos buenos gamonales ejercían, en forma absoluta, el poder en mi pueblo. La masa, la inmensa masa, éramos las familias pobres, "malas", astronómicamente numerosas, que buscábamos el alimento, como un ejército de hormigas, saqueando los cultivos y mendigando en las fincas. La miseria en Fredonia se debía a la injusticia en el reparto de la tierra y a la ignorancia y puede que también al hecho de que todos queríamos llegar a ser gamonales por medio de la providencia divina. Las gentes de Fredonia no tenían recursos materiales y culturales para explotar la tierra.
Sufrí mucho y fui feliz. La miseria no era como para echarse a llorar. Conocí la vida en toda su agria magnitud. Una de mis hermanas murió una noche, en mis brazos. A mis hermanos enfermos yo los cuidaba. No guardo ningún rencor. He comprendido, en la juventud, el corazón de la duda, del dolor y de la desesperanza.
Cuando me fue posible, inicié el éxodo como remedio a todos estos males. Ahora entiendo que se debe a las malas circunstancias en que viven las familias campesinas, la heroica fuerza migratoria de los antioqueños. Recuerdo aquellas caravanas de campesinos que partían, con sus muy escasos bienes, hacia el Cauca Arriba. Todas las muchachas que se robaban se las llevaban para el Cauca Arriba, decían mis padres. Algunos venían del Cauca Arriba, como maestros del juego "al arma". Se trataba de la leyenda del Dorado en el Valle del Cauca, en el Quindío, en el Risaralda. Cansados con la miseria, en las lomas, los antioqueños, decidieron bajar a los valles.
Me tocó en suerte darme cuenta de mi existencia y por ende de la de Fredonia, en el momento mismo en que la civilización se iba metiendo por esos vericuetos a golpe de esfuerzo y de audacia. Me tocó ser testigo de la llegada del primer automóvil. Vi cómo crecía la línea de tierra que llevaba a Palomos el ferrocarril. Oí, al lado de mi tío, el ruido infernal que producía el primer avión que paso por sobre Fredonia. Viví aquel momento de los primeros gramófonos, de las primeras cámaras fotográficas y de los primeros radios.
He visto a Fredonia desde los abismos del sufrimiento y desde los júbilos del sueño. He conocido a Fredonia persiguiendo los sueños en la infancia, cazando las ilusiones en la adolescencia y buscando a Dios, los ojos de Dios, en sus criaturas. En Fredonia añoré al mundo; en el mundo, añoré a Fredonia. Para mí, la patria, la inmensa patria, es tan grande y pequeña que cabe en un dedal. Es ese pequeño pedazo de tierra al cual puedo asimilarme como ceniza o rescoldo fulgurante. La patria es ese paisaje que vive en mí como recuerdos, vivencias, amor transubstanciado, leves susurros vegetales, agridulce nostalgia y perpetua actitud de rebeldía.
Rodrigo Arenas Betancourt.
México, D.F., Axotla, marzo de 1962.
Retrato de mi pueblo y de mi madre en Lecturas Dominicales
de El Tiempo, Bogotá, julio 8 de 1973.
No hay comentarios:
Publicar un comentario